Pordiosero, relato del Autor Alfredo Romero

Hoy les comparto este bello y triste relato del escritor venezolano Alfredo Romero.
Pordiosero
foto Alexas_Fotos
Evitaba mirarlo de frente cuando pasaba junto a él de camino a la escuela donde trabajaba, pero era imposible ignorarlo por el olor que desprendía. Contenía la respiración, pensando en la cantidad de bacterias y gérmenes que se alojarían en mis pulmones si respiraba su pestilencia.
Desde lejos lo analizaba, tal vez por alguna razón morbosa, o alguna pizca de bondad que se alojaba en lo profundo de mi alma. Muy en lo profundo.
Vestía un pantalón que le iba pequeño,y que mucho tiempo atrás fue azul. O eso me parecía. No tiene botón y se lo sostiene en la escuálida cintura con un pedazo de cable rojo. Usa una camiseta en la que es imposible discernir color alguno, y su cabellera, amén de tener meses (o años) sin conocer el champú, lo tiene excesivamente largo.
Su mirada es fiera por momentos, pero la mayoría de las ocasiones, tierna, y todos los días, al ir y venir de la escuela, está en el mismo lugar, bajo esa mata de guayacán con la mitad amarillenta y la otra en eterno verdor. Las semillas se acumulan a sus pies descalzos, y el muchacho las patea a medida que pasan las personas, no se si en un arranque de furia y frustración, o en un imaginario partido de fútbol. Le calculaba unos nueve años, pero era difícil estar seguro con toda esa costra de tierra adherida a su cuerpo macilento.
Una mañana preparé una arepa extra, le unte bastante mantequilla y mucho queso, y con cierta reticencia me detuve delante de él y se la puse a los pies, en la carretera, para evitar tocarlo.
Me vio sorprendido. Movió un brazo,y el tufo hirió mi olfato.

—Muchas gracias, señor— expresó correctamente.
Lo miré sorprendido y emprendí mi camino. A los pocos segundos me dio alcance.

—Señor— me interpeló— disculpe el abuso, ¿tendrá otra arepita que pudiera regalarme?
—¿Que? Tu si eres abusador vale, no te es suficiente una. Al menos te estoy dando algo, ¿No te parece que deberías ser agradecido?
El chico bajó la mirada compungido.
—Lo siento, señor, no quise abusar.
Y caminó de vuelta a su lugar bajo la mata. Lo oí gritar, y al voltear, por curiosidad, ví que un perro se llevaba en el hocico la arepa que le dejara momentos antes. Sentí un poco de piedad, pero la parte divertida ganó, y mientras reía, saqué mi desayuno y me dispuse a comerlo antes de llegar a mi trabajo.
Cuando regresé al mediodía, lo hallé sentado bajo la mata. El sol estaba inclemente, y el viento no se dignaba a regalarnos su frescor.

—¿Estás cansado?— le pregunté sin detenerme ni mirarlo.
—No, señor, es que… —rompió a llorar.
Traté de que no me importara, de no involucrarme en eso que no era asunto mío, y caminé mas rápido, ignorando su llanto. Después de unos pasos, me devolví.
—¿Qué te ocurre?
Se sopló la nariz y se limpió con la camiseta.
—Es que hoy no he conseguido nada para comer.
—¿Nada? ¿Con tanta gente que transita por aquí?
—Le doy asco a las personas, señor… Así como a usted.
Sentí sonrojarme.
—… Si quieres espérame y te traigo algo de comida al rato.
—¿Y no puedo ir con usted?
Lo primero que pensé es que podía ser una treta para intentar meterse a mi casa y robar, como hacen muchos otros. El muchacho pareció leerlo en mi cara.
—No se preocupe, señor, lo esperaré aquí.
—Hablas muy educadamente para ser un simple pordiosero, ¿porque?
—Es que antes yo estudiaba. Llegué al cuarto grado, y tuve que abandonar…
—Bueno, bueno… Acompáñame a la casa, comerás conmigo y ya me contarás lo que te sucedió.
Su rostro se iluminó.
Caminamos uno al lado del otro en silencio. Y a los cinco minutos ya estábamos en el jardín de mi casa, donde lo dejé sentado a la sombra de una mata de mamón mientras preparaba un arroz con pollo y plátano frito.
A la media hora me asomé y lo vi acariciando a "Juguetón", que movía la cola alegremente y saltaba de un lado a otro emocionado con su nuevo amigo.

—¡Muchacho! Ven a comer.
Titubeó un momento.
—No quiero molestarlo, señor, puedo comer aquí afuera.
—No te preocupes, pasa.
El tufo agrio hirió mi olfato. Intenté que no se me notara.
—¿Puedo lavarme las manos antes?
—Claro, al final a la derecha.
Mi casa no es muy grande, apenas un recibidor que uso de comedor frente al televisor, mi habitación, una desocupada al lado, una pequeña cocina, y al final, el baño.
—Toma asiento.
Miró asombrado el plato ante él.
—Señor, esto es mucho para mi solo… ¿Podría llevarme la mitad a mi casa?
—No te preocupes, come, que también te daré para que lleves a casa.
Un par de lágrimas asomaron a sus ojos. Comió con avidez. Cuando el plato estuvo casi vacío, se detuvo, tomó agua, y habló.
—Estudiaba el cuarto grado, y tuve que abandonar la escuela cuando mi mamá se enfermó y no pudo cuidar a mi hermanita, ni prepararnos comida, ni lavarnos la ropa…
—¿Y de que enfermó tu madre?
—No se, algo raro, porque siempre tosía y escupía sangre, y el día que murió tosió muchísimo, escupió mas sangre que nunca, parecía que botaba toda la sangre por la boca. Yo estaba a su lado… murió en mis brazos. Cubrió la mitad de mi espalda con su sangre, pero no me importa.
Se infló como sintiéndose un héroe ante una gran hazaña.
—Pero Alejandra si se asustó muchísimo y lloró bastante.
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—Hace muchos meses…—.Dudó.
—¿Y tu padre?
Se encogió de hombros.
¿Y dónde está tu hermanita? ¿Qué edad tiene?
—Ah, la cuida Andrés, tiene un año y seis meses… creo.
Respiré aliviado al suponer que ese tal Andrés sería alguien confiable y responsable, aunque no tanto al permitir que un niño saliera a la calle a pedir dinero o comida.
Lo dejé un momento a solas, y cuando regresé con un envase con suficiente comida, lo hallé admirando mi pequeña biblioteca.

—¿Te gustan los libros?
—Antes si, señor… Ahora no tengo tiempo para leer y escribir, que me gustaba mucho, quería ser escritor de grande, así como Stephen King.
—Aún puedes serlo, muchacho…
—No, señor, tengo que trabajar para ayudar a mi hermanita, no tengo a nadie más en este mundo…
Y entonces, lo oí toser.
—Dime una cosa, ¿Como hicieron para sepultar a tu madre?
Se encogió de hombros, y me miró largamente antes de responder.
—La enterré tres días después de morir detrás de la casa, señor… No quería que me dejara solo, estaba muy, muy asustado—. Bajó la cabeza y empezó a llorar.
Quise abrazarlo, pero su aspecto, el aroma que desprendía su cuerpo, y ahora esa tos, me detuvieron.
Cuando ya se marchaba, luego de jugar unos momentos más, entre toses, con el perro, me dejé llevar por un arrebato de ternura, y lo llamé. Estaba ya en la carretera, el sol le daba de pleno en el rostro.
—¿Por qué tu hermana y tu no se vienen a la casa? Puede ser por unos días, si quieren…— me miró sorprendido.
—No, señor, no se preocupe. Estaremos bien—. Tuvo un acceso de tos—. Gracias.
Y lo vi alejarse con los rayos del sol a sus espaldas, como una pesada mochila. El viento ya refrescaba, y la música estridente de los viernes se dejaba escuchar ya en algunos hogares. Lo contemplé hasta que se perdió de vista tras las ramas de las matas de ya que que sobresalían en la autopista.
Durante todo el fin de semana no dejé de pensar en el pordiosero, del cual no conocía su nombre, y el lunes, bien temprano, me levanté y preparé cuatro arepas; una para mi, y tres para él, su hermanita y el tal Andrés.
Andaba con nerviosismo, no se porque, y ya desde lejos noté que el espacio bajo el guayacán estaba desierto. Una especie de desazón se apoderó de mi, y sin detenerme, ni observar mucho a mi alrededor, caminé rápidamente hasta llegar a la escuela.
Cuando volvía, al mediodía, continuaba solitario el guayacán. Lo noté triste, pero supuse que serian ideas mías, moviéndose perezosamente al compás del cálido aire. Continué hasta mi casa, y antes de entrar me detuve en el jardín y contemplé la solitaria calle, con la esperanza de verlo aparecer.
"Juguetón" me recibió, y contra mi costumbre, me detuve unos momentos a jugar y acariciar su peludo lomo blanco.
El miércoles en la mañana, ya muy preocupado por el chico al no verlo en su acostumbrado puesto, me adentré por un estrecho camino, y lo seguí hasta llegar a un destartalado rancho, unos quinientos metros más allá, de cartón, sin ventanas ni puertas que pudiera protegerla de posibles rateros.
Avancé cuidadosamente, y al poco me salió un gigantesco perro marrón con manchas blancas y negras, que ladró sin ánimos, para luego proceder a situarse al lado de una pequeña, a todas luces desnutrida, que jugueteaba con unas piedras sentada desnuda sobre un pedazo de cartón. El can se echó a su lado, sin dejar de observarme.

—Dres— dijo la pequeña— señalando al animal.
—¿Dres?
—Ti—. Sonrió mostrando unas encías desnudas— Dres, Dres...
Y caí en cuenta. Ese era el tal Andrés del que hablaba su hermano, el que cuidaba a la pequeña.
Avancé unos pasos en la penumbra del rancho. En un rincón, en un colchón más desvencijado que el propio rancho, yacía el chaval.
Me aproximé y lo toqué por el hombro, empujándolo suavemente para que abriera los ojos, pero desistí al notar un charco de sangre, reciente, a un lado del lecho. Sus labios amoratados manchados del liquido rojo.
Las lágrimas afloraron a mis ojos. De tristeza, dolor, frustración. Después de una hora, y con dolores en todos los músculos de mi cuerpo, levantaba el macilento cuerpo del pordiosero y lo colocaba con cuidado en la improvisada tumba. De nada serviría avisar a las autoridades, niños como ellos no existían para la sociedad. Luego de rezar un padre nuestro, al lado de una escueta cruz donde supuse estarían los restos de su madre, y de nuevas lágrimas, dejé que la tierra se apropiara de su cuerpecito.
Antes de marcharme, tomé a la niña en mis brazos, luego de convencer a "Andrés", y con él pisandome los talones, nos dirigimos a casa.

La pequeña aun está delgada, pero se está recuperando satisfactoriamente. No está enferma. Come cuatro y hasta cinco veces al día, y es la alegría de la casa, de mis ojos, de mis oídos. "Andrés" también tiene mucho mejor aspecto. Se separa de ella a regañadientes, cuando salimos para la escuela, ella a la guardería.
Al no conocer su verdadero nombre, la presenté como mía, y le puse Micaela, como mi difunta esposa. Le hubiera gustado.
Cada mañana, cuando pasamos frente al guayacán camino de la escuela, o de regreso a casa, Micaela señala el árbol, y con voz cantarina, alegrándose tal vez al imaginarlo, o viéndolo, expresa, antes de aplaudir con entusiasmo:

—¡Angel! ¡Angel!
Jueves 10-04-2020
AlRoFer

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