"El último viaje" relato corto Alfredo Romero

Buenos días mis queridos lectores, amantes de los relatos cortos, hoy quiero compartirles uno que ha realizado el escritor talentosísimo oriundo de Venezuela Alfredo Romero, quien actualmente reside en Ecuador. En sus obras refleja de una forma excepcional, los sentimientos y vivencias que atraviesan sus compatriotas, al intentar encontrar nuevas oportunidades escapando de la terrible realidad en la cual se encuentran. Su trabajo nos hace refleccionar, y apreciar con más fuerza el aquí y ahora, nuestros afectos y familia.
Para contactarse con el escritor:
email: armero_666@hotmail.es
Me tomé la licencia de agregar una imágen al relato. 


"El último viaje"



      Johan Gabriel salió de su país con Jacinto, su hijo mayor, y los dos pequeños, Lucas y Ramón, morochos, de seis años, para reencontrarse con su esposa luego de tres años, siete meses, dos semanas y tres días. Llevaba la cuenta en su cabeza, y por si lo olvidaba, en la agenda de su teléfono, que funcionaba a medias y tenía la pantalla rota desde que Ramón, confundiendolo con un planeador, lo lanzara desde lo alto de la cuna que compartía con Luchas, dos semanas antes del viaje de Esther.

       Cargaba equipaje como para no volver a pisar su país, y en su fuero interno así lo deseaba mientras la situación política, económica ya social no se arreglara. Esther le informó que no podría ejercer su profesión, era Profesor de educación física, pero al ver a sus hijos macilentos y mal vestidos, no dudaba.

­­      —Cualquier cosa se hará para conseguir dinero. —Respondía secamente, aunque con desazón al tener que abandonar su escuela después de siete años, sus calles, su casa, su isla.

       Por recomendación de su mujer salieron de la isla, calurosa por demás, abrigados como si partieran para el polo norte, ya que el expreso que abordarían estaría helado, y así continuaría a lo largo del viaje, sumado a las bajas temperaturas en algunas ciudades de Colombia.

       Falso. Al igual que la conexión al wifi que no pasaba de la tercera fila de asientos. Y las pantallas colocadas, según la imagen del folleto que le enviara en una foto a través del WhatsApp, en los asientos para disfrutar películas «como si estuviera en la comodidad de su hogar», no existían. Solo había un televisor adherido al techo y a la parte trasera del asiento del conductor, que funcionaba a ratos y no se oía (tal vez por el ruido demasiado alto del motor), al menos desde donde se sentaba Johan y sus hijos. Las luces interiores tampoco encendían, y al adentrarse en la zona andina y a lo largo del trayecto hasta casi pisar tierra colombiana, las lluvias no pararon durante dos días seguidos, y las goteras y filtraciones tampoco.

***

       El viaje se había aplazado en tantas ocasiones a lo largo de esos cuatro años, que realmente Johan no deseaba hacerlo. Y tanto tiempo separado de Esther le provocó una mezcla de sentimientos: ya no estaba seguro de que sentía por ella. Había momentos en que se emocionaba al oír su voz a través de una nota o ver su imagen con su flamante uniforme, sus zapatos relucientes y su cabello recogido en un moño, pintado ahora de amarillo, pero con trazas de su antiguo color negro, en el WhatsApp. Le iba bien y aprovechaba esos momentos de bienestar para enviar a buscarlos (otra vez) y reunirse como familia. Tres años, siete meses, dos semanas y tres días después.

       La primera tentativa ocurrió a los cuatro meses de haber partido. Pero circunstancias de último momento les impidieron salir de la isla.
Lo intentaron cuando Esther cumplía los seis meses de estadía, pero fuertes protestas llevaron a las autoridades a cerrar las fronteras ecuatorianas con Colombia, y, por ende, todo paso fue restringido. Cuando por fin lo habilitaron, el dinero se había volatilizado, y debían esperar a reunir nuevamente el monto.
Y así, cada vez que su mujer le insistía y le depositaba dinero, acaecía algún suceso que suspendía el traslado.
Después de un año, y ya calmadas (aparentemente) las ansias por reunirse, Johan habló con ella y le pidió esperar un tiempo prudente.

      —Porque, parece que fuerzas superiores a nosotros nos impidieran salir, o no desean que hagamos ese viaje, a lo mejor nos están previniendo de algo, ¿No crees?

      —Será —respondió de mala manera. Y durante los siguientes dos años apenas se comunicaron. Lo necesario para saber de los niños, y cuando obtenía algún logro laboral, su alegría era tan grande en ese momento, que olvidaba su resentimiento.

       Pero la verdad es que Johan, creyente de sueños, de mensajes proféticos y cosas así, no deseaba viajar. Algo le decía que no debían hacer esa travesía. Y cada vez que Esther se lo mencionaba, él sentía que se le cortaba la respiración, la sangre le palpitaba tan rápido que le golpeaba las sienes con fuerza produciéndole dolor de cabeza.

       Pero es cierto también que era su esposa y la madre de sus hijos, y deseaba verlos, y ellos a ella. Ya habían perdido tres años y la esperanza de que la situación mejorara para verla regresar.

      —A lo mejor es el miedo de abandonar todo esto —le confesó la última vez que hablaron, antes de partir, si es que lograban realizarlo.

       —Te juro que, si algo nos impide viajar esta ocasión, no sé lo que harás, pero no vuelvo a hacerlo, así me quede enterrado en la isla para toda la vida y tenga que ver morir a mis hijos de hambre.

       Pero, contra todo pronóstico, las cosas se fueron dando, y ahora, tres días después, con una gotera que le golpeaba insistentemente en la cabeza cayéndole hasta el cuello, estaba cruzando Colombia rumbo a Ecuador.

       Sin embargo, el desasosiego no lo abandonaba. Una angustia nacida en lo profundo de su alma no lo dejaba descansar. Un miedo atroz le comía las entrañas. Y no conocía las razones.
Los truenos y relámpagos lo hacían saltar de su asiento, iluminando por segundos y tenuemente el interior del expreso. Sus hijos dormían. Jacinto a su lado, y los morochos al otro extremo del estrecho pasillo, abrazados y abrigados. Ahora si hacía frío. Pero generado por el fuerte aguacero. ¿O era por otra razón?

       Al día siguiente, con ríos de agua entre los asientos, la mayoría de los pasajeros mojados y expresiones malhumoradas, el sol calentaba implacable la tierra, y el calor era sofocante. La carretera estaba húmeda, pero aun así el chofer no disminuyó la velocidad en ningún momento.
Según informó por el altavoz, al cruzar ese tramo montañoso, que a Johan le produjo pavor al notar su profundidad, pararían a descansar en el último poblado antes de enfilar a las fronteras ecuatorianas.

         —Papi, esto da mucho miedo. —Confesó Jacinto, prendiéndose de su brazo.

         —Tranquilo, hijo, no ocurrirá nada. —Eso deseaba.

       En los asientos de al lado, Lucas y Ramón dormían, ya sin los abrigos.
Desayunaron el poco PSN que les quedaba, con un trago de agua y quedaron en silencio contemplando el paisaje montañoso, siempre ascendiendo.
Horas más tarde, el ambiente estaba nublado, y a regañadientes el chofer disminuyó un poco la velocidad. Hacía frío.

***


         Desde el día anterior, Esther, con un permiso extraordinario de cinco días, se dirigía desde un lejano pueblo del interior hacía Ipiales, donde sorprendería a su familia.
No le informó nada a Johan, pero estaba muy emocionada por el reencuentro después de tantos años. Ya tenía un apartamento, refrigerador, cocina y cama para cada uno, bueno, menos para los morochos, ellos dormirían juntos.

       La emoción era tan grande que le quitó el apetito, y vaya que su apetito creció desde que llegó a ese país. Ahora, con diez kilos demás, se sentía nerviosa por como reaccionaria su esposo al verla porque, claro, no es lo mismo una foto que personalmente...
Y Jacinto. Ya todo un jovencito de trece años.

       Una noche más y ya estaría llegando. Ansiosa por abrazar a su familia. Se tardaría una hora con cada uno, y aun así le parecería poco, y les daría tantos besos hasta que sus labios se secaran.

     —¡Dios, que emoción! —dijo en voz alta, estrujándose las manos, como quinceañera exaltada ante la perspectiva de su vals a medianoche.
Su corazón palpitaba tan rápido que se sintió mareada. Trató de respirar pausadamente para controlar los latidos. Nada parecía aquietarlo. Y de repente, con el dolor desplazándose por el brazo hacia la muñeca, paralizándole los dedos, un repentino sueño invadió sus ojos, manteniendo a duras penas los párpados abiertos.
Cerró los ojos, rendida al letargo, y su cabeza cayó laxa a un lado, golpeándose con el vidrio templado de la ventanilla.



***


       Nuevamente llovía. El agua producía un sonido escandaloso al caer en el techo del bus. Parecía el diluvio del fin del mundo.
Sin saber porque, Johan se sentía más abrumado que antes. Abrazó muy fuerte a Jacinto y lo besó en repetidas ocasiones. Luego hizo lo propio con los morochos. Y se sentó, intranquilo, inquieto, a examinar la oscuridad reinante, rota ocasionalmente por un estrepitoso relámpago.

       Algunos minutos transcurrieron. O un siglo desde la desesperación del hombre. De nuevo estrechó a un adormilado Jacinto, que le correspondió sonriente. Y una vez más fue a los asientos ocupados por los morochos. Estos gruñeron ante el contacto, pero enseguida se calmaron.

       La oscuridad era profunda. Apenas podía distinguirse algo.
De repente, los cauchos del expreso chirriaron, haciéndolo tambalearse de un lado a otro, pero sosteniéndose a tiempo del asidero adherido al techo.
Y entonces sonrió. Y todo temor, todo miedo desapareció. Su corazón palpitó tranquilamente.
Y la luz... la vehemente, cegadora, deslumbrante luz, ocupó el lugar de la oscuridad.

          Desde lejos la reconoció. Pensó que no lo haría luego de casi cuatro años (Tres años, siete meses, dos semanas y tres días) separados, pero su alma no se equivocaba. Era ella. Su mujer. Su esposa.

       Los morochos, sonrientes, caminaban de la mano de Jacinto, un poco atrasados. Johan casi volaba. Después de tantas dudas, miedos, interrogantes, sabía que el amor verdadero estaba allí, a pocos metros de distancia, a dos pares de brazos, una sonrisa, un largo beso y dos cuerpos de distancia. Nada.

       Cuando estuvieron uno frente al otro, no fue necesaria palabra alguna. No se abrazaron, no se tocaron. Los ojos hablaban. La mirada dijo más en un minuto que esos casi cuatro años separados.

       Jacinto, Lucas y Ramón los alcanzaron, y entonces sí, se fundieron los cinco en un abrazo eterno, en un abrazo sin fin. Y se convirtieron en uno con la luz blanca.

Bandera de Venezuela


Jueves, 06/02/2020
AlRoFer.
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