La tormenta, Relato corto del libro "No lo esperas venir"


La tormenta


Eran las 7 am. La actividad en el pueblo había comenzado como todos los días. Don Cosme abrió la despensa y se quedó esperando a que Raimundo le llevara los cereales y los lácteos que le había pedido. Siempre discutían por algo, era su rutina: si no era por un precio, era la leche o un equipo de fútbol El sacristán de la iglesia hacía sonar las campanas para avisar que pronto daría inicio al servicio matinal. El cielo estaba cubierto por una gran cantidad de nubes de color gris, lo que, sumado a la humedad y las bajas temperaturas, daba a entender que una fuerte nevada caería pronto.
Layes estaba ubicado en la montaña, bastante aislado de los restantes poblados vecinos. Todos los inviernos sufría anegamientos de los caminos, por lo cual de a poco muchos de sus habitantes empezaban a abandonarlo. Actualmente vivían allí de forma permanente no más de cincuenta personas, entre las que estaban Froilán, su esposa María y su pequeño de dos meses Joaquín, quienes habían vivido allí toda la vida. La casa en la cual habitaban había sido construida por el abuelo de Froilán: él amaba su tierra, pero también tenía que pensar en su familia. Ahora que el invierno empezaba no podía arriesgarse a que quedaran atrapados allí con un niño pequeño; era muy peligroso. Hacía semanas que la idea le rondaba la cabeza. Se la había comentado a su mujer, y ella estaba de acuerdo con marcharse antes de que las nevadas comenzaran. Juntaron todas sus cosas y de a una las fueron llevando al rastrojero rojo del año 55 que había sido de su padre, y que aún utilizaba para trabajar al transportar las cosechas. Era un vehículo noble que nunca le había dado un dolor de cabeza; su mantenimiento era muy bajo, lo cual permitía que siguiera funcionando después de tanto tiempo. Cuando estuvieron listos, se subieron y partieron de allí. Antes de salir del pueblo, pararon en la iglesia para despedirse del cura y de algunos habitantes que se habían agolpado en la puerta. Froilán detuvo el motor y descendió junto a María.
—Buenos días, padre Agustín, hemos venido a despedirnos.
—Froilán, María, ¿a dónde van?. Se avecina una tormenta, ¿no les parece peligroso irse?
—No, padre: por ese motivo nos vamos. Si la nevada es intensa, usted sabe que nos quedaremos atrapados aquí y no podremos bajar hasta la primavera. Si Joaquín llega a enfermar, ¿a dónde recurriríamos por ayuda?
—Sí, eso es verdad. Bueno, hijos míos, les doy mi bendición, vayan con Dios.
El sacerdote puso sus manos sobre sus cabezas e hizo la señal de la cruz. La pareja se despidió de sus vecinos y luego regresó al vehículo y se marchó.
—Padre Agustín, ¿cree que podrán salir antes de que llegue la nieve?
—Eso pido al Señor, hijo mío. Tengamos fe en que así será.
...

A las pocas horas, un fuerte viento se levantó y las temperaturas bajaron bruscamente. Del cielo comenzaron a caer pequeños copos de nieve que se iban acumulando en el suelo. Los pocos pobladores que quedaban estaban de reunión en la iglesia, por lo que no llegaron a enterarse del inicio de la nevada. Estaban discutiendo qué medidas tomarían para pasar ese invierno. El padre Agustín pensaba que lo mejor sería hacer una reserva común y compartirla: si sabían administrarse bien, podrían pasar los meses en forma tranquila y sin sobresaltos. Pero Don Cosme no estaba de acuerdo. Su negocio era todo lo que tenía: si todos sacaban algo de aquel, cuando llegara la primavera no tendría forma de mantenerlo abierto. Ese fue el inicio de una acalorada discusión entre los habitantes de Layes. Nadie se ponía de acuerdo. Mientras, en el exterior de la iglesia, la tormenta comenzaba a arreciar con mayor fuerza y la nieve se acumulaba rápidamente fuera del edificio, anegando las puertas de salida. Cuando la luz se fue, advirtieron por fin que algo estaba ocurriendo. Raimundo fue hasta la puerta y pudo notar que estaba bloqueada; algo de nieve se había escurrido por debajo y las bisagras se veían congeladas.
—Pero, malditos idiotas —explotó Raimundo—, ¿no se dan cuenta de que, por estar discutiendo, nos agarró desprevenidos la tormenta y ahora estamos aquí encerrados en la iglesia? La única salida que teníamos está inutilizada. ¿Qué vamos a hacer ahora, padre? ¡Por qué no reza a su Dios para que nos saque de aquí!
—Tranquilo, Raimundo, no debemos perder la calma, es necesario pensar qué hacer.
La gente estaba muy asustada y se gritaban unos a otros. El padre Agustín ingresó a la sacristía para verificar si podía abrir esa puerta, pero estaba en las mismas condiciones que la frontal. Al volver hacia el altar, se detuvo para hablar con Carmen, la señora que se ocupaba de la cocina en la parroquia. Tenían que ver cuánta mercadería tenían y administrarla para así calmar un poco lo ánimos y ganar tiempo hasta encontrar una solución. La señora volvió a los pocos minutos y le informó cuánto stock quedaba: alimentando a tanta gente, solo serviría para una semana, nada más. El edificio comenzaba a ponerse cada vez más frío, por lo que decidieron ir a la sacristía para estar todos juntos y tratar de mantener el calor tanto como fuera posible. Pasaron la noche acostados en el suelo junto a la única fuente de calefacción que tenían, que era el fogón de la cocina que la señora Carmen mantenía encendida con leña.
...

Era de día. Aprovechando que la puerta estaba abierta, un grupo de turistas entraron a la iglesia. Recorrieron todo el lugar, pero no encontraron a nadie. Vieron entonces que el fogón de la cocina estaba encendido, lo que les llamó mucho la atención.
—Seguramente el cura debe haber salido; ya estará por volver.
—Pero ¿de qué cura hablas? El pueblo está deshabitado desde hace muchos años. Mis padres huyeron de aquí cuando yo era pequeño, unas horas antes de que la tormenta llegara y matara a todos los habitantes, que quedaron encerrados en esta iglesia. Los encontraron en la primavera: se habían congelado mientras dormían en el piso de la cocina de la sacristía. No sé quién pudo encender este fogón, pero aquí no habita ningún cura. Vengan, vamos que les muestro dónde estaba mi casa. Mi papá me hizo un plano con las indicaciones para llegar, es aquí cerca.
Joaquín y sus amigos se subieron al rastrojero rojo y se alejaron de la iglesia, mientras, en su interior, don Cosme continuaba discutiendo con Raimundo cómo salir de allí.


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