"La niña de la galería 22", relato corto del libro No lo esperas venir

"La niña de la galería 22"



Octavio recibió ese llamado que nunca queremos recibir, pero que indefectiblemente llega.
—Disculpe, doctor, me avisan que en recepción tiene una llamada. Es de su madre, la noto algo alterada, ¿quiere que se la pase aquí a la guardia?
La enfermera se quedó atenta a su decisión.
—Sí, por favor, Paula, pásame la llamada, prefiero atender aquí.
Acomodó algunos de los expedientes, que ocupaban gran parte del escritorio, y a los pocos segundos el timbre del teléfono sonó. Levantó el auricular y pudo oír del otro lado la voz de su madre muy angustiada que le relataba que su padre había ido al pueblo, pero que, desde que había salido ya hacía un día, no tenía noticias de él. No estaban tan lejos como para demorar tanto, por lo que temía que algo le hubiera pasado en la ruta.
—Mamá, ¿hablaste con la policía?
—Sí, hijo, fue lo primero que hice, pero dicen que no se han reportado accidentes. Por favor, si llegas a tener alguna novedad, avísame, hijo, estoy muy preocupada, siento que algo malo le pasó.
—Sí, mamá, en cuanto termine mi guardia saldré a recorrer. Pero no te preocupes, todo va a estar bien. Seguramente fue hasta donde yo estoy parando y se durmió, ya lo conoces.
Intentaba mostrarse calmo, pero él también se vio invadido por una extraña sensación que se terminó de confirmar, pocos segundos después, cuando la misma enfermera le avisó que había ingresado un paciente con un politraumatismo grave, producto de un choque en la ruta. Allí, frente a él, estaba el cuerpo de su padre con múltiples heridas. Lo intentó todo, pero ya nada podía hacerse por él, y tuvo que ver cómo fallecía en su camilla.
Luego de concluir todo el papeleo de la policía, el seguro y el juez de turno, liberaron el cuerpo para que pudiera ser sepultado. Al parecer, un caballo había salido galopando asustado de un campo y había impactado contra el auto, lo cual había provocado que el conductor perdiera el control del vehículo y se desbarrancara fuera del camino, resultando la única víctima.
Esa mañana llegaron al cementerio con su madre, sus hermanos y varios compañeros del hospital y vecinos. Todos los acompañaron junto al féretro, que era conducido hacia una galería que se encontraba en la zona cercana a la iglesia. Cuando estaban por entrar en la galería, notó que se estaba realizando otro cortejo, ya que había más automóviles estacionados. De pronto, su mirada se detuvo en uno de aquellos, junto al cual vio una niña parada. Se la veía sucia, con sus ropas gastadas. Lo primero que pensó fue que se trataba de una niña que vivía en la calle. Apenas ingresar a la galería, la niña empezó a caminar y pronto se les adelantó. Al pasar a su lado le sonrió, tras lo cual comenzó a descender las escaleras que conducían al subsuelo. Pudo ver que entre sus manos llevaba un ramo de flores secas. Sus hermanos comentaron lo extraña que era la niña que caminaba delante de ellos, pero al bajar ya no pudieron verla. Los tres quedaron atónitos y le mencionaron el extraño hecho a Rubén, un compañero del hospital que venía justo detrás.
—Rubén, ¿viste a la nena?
—¿Qué nena?
—La que bajaba delante de nosotros, ¿no la viste? Parecía una pordiosera. Iba delante, pero ahora desapareció.
—No, no vi nada. Sé que están pasando una situación delicada, y es comprensible que vean cosas, pero yo venía caminando justo detrás de ustedes tres y les aseguro que no vi a ninguna nena.
No le dieron mayor importancia. Sin embargo, al retirarse de la galería una vez terminado el funeral, ninguno de los tres pudo evitar mirar hacia todos lados intentando ver a la niña en algún lugar. No lograron ver nada.
Los días fueron pasando y, más allá de la tristeza por lo ocurrido, ya no pensaba en la niña aquella. Salió de la casona y se dirigió, como todos los días, al hospital. En el camino se cruzó con Rubén, que iba en su bicicleta. Lo saludó justo antes de entrar al bar a comprar un café. No había ni terminado de cruzar el umbral cuando un gran estruendo lo sobresaltó. En unos segundos, todo era ruido, bocinazos y gente gritando. Un camión había atropellado a alguien. Salió corriendo del bar, mientras gritaba que llamaran al 911, y cruzó la calle abriéndose paso entre la gente:
—¡Permiso, por favor, soy médico!
Cuando logró correr a unos cuantos curiosos, pudo ver una bicicleta tirada a unos pocos metros del camión, que transportaba el correo. El chofer había descendido y, con sus manos sobre su cabeza, repetía una y otro vez:
—No pude frenar, no sé que pasó: cuando lo vi ya estaba encima de él.
Sintió que todo transcurría como en cámara lenta. Las voces empezaron alejarse. No podía creer lo que estaba ocurriendo: allí debajo del camión estaba Rubén. La rueda le había pasado por encima del abdomen; había muerto instantáneamente.
A las cuarenta y ocho horas de haber entregado el cuerpo, se encontraba nuevamente entrando en aquel cementerio y rumbo a la misma galería 22. Bajaron del automóvil con algunos compañeros y se dirigieron hacia las escaleras, caminando detrás de la esposa de Rubén y su hijo de 10 años. Empezaron a bajar los escalones que conducían al subsuelo y, cuando estaban por llegar al último escalón, notó que Clara y Lucas, la esposa y el hijo de su amigo, murmuraban sorprendidos. Entonces, el niño se dio vuelta y le dijo:
—La niña, ¿viste a la niña?
—¿Qué niña? No vi ninguna niña.
—La niña, Octavio —le dijo Clara—, la que estaba parada frente a las escaleras, esa que parecía una niña de la calle y que tenía un ramo de flores secas en sus manos, ¿no la viste? Bajó justo delante de nosotros y, al llegar aquí abajo, desapareció.
Al escuchar esas palabras, un viento gélido lo atravesó.

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