El abandono, relato corto de ficción fantasìa y suspenso

Buen dìa a todos! les quiero compartir este cuento que forma parte de mi libro "No lo esperas venir, relatos cortos de ficciòn suspenso y fantasìa"
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"El abandono"


El automóvil se detuvo frente a la vieja estación del tren. El pasto y la hierba habían crecido y tapaban los rieles y durmientes. El lugar se veía solitario; se notaba que ya hacía mucho tiempo que ningún tren pasaba por allí. El pueblo estaba abandonado por alguna razón que le era desconocida. Tomó su bolso de cuero negro, que estaba en el asiento del acompañante, luego de retirar aquel libro que siempre la acompañaba; acto seguido, se colgó la cámara del cuello y se colocó los lentes Ray Ban, que estaban sobre su cabeza a modo de vincha.
En cuanto abrió la puerta, el calor abrasador la sacudió. El viento soplaba caliente y no ayudaba en lo más mínimo. Algunos remolinos de tierra se levantaban y cruzaban las vías en dirección al andén. Mariana era una fotógrafa aficionada a los lugares abandonados; le gustaba recorrerlos y tratar de descubrir los misterios que encerraban sus deterioradas paredes: todas tenían una historia que contar. Se detuvo frente a la ventanilla para hacer algunas tomas del lugar. Era la típica estación de tren con sus vigas de madera ya algo podridas que sujetaban un techo de chapas rojas a causa del óxido, perforadas por años de granizo y por el paso del tiempo y que se habían empezado a caer en algunos tramos, a través de los cuales se podía apreciar el cielo. Las paredes blancas estaban cubiertas por algunos graffitis y papeles pegados ya amarillos con publicidades antiguas. Un viejo cartel de chapa, aún fijado a la pared, anunciaba el horario de los trenes. Se detuvo allí y lo fotografió. «FERROCARRIL CENTRAL ARGENTINO. CONFORT, CONVENIENCIA, RAPIDEZ Y SEGURIDAD», decía el eslogan que enmarcaba los horarios de los trenes rápidos: «Rosario 4.50, Córdoba 13.00, A. Gracia 14.00, Santa Fe 9.25, Tucumán 23.15, Buenos Aires (Retiro), etc.». Las puertas y ventanas de color verde descascaradas, que sumaban varias capas de pintura, en algún momento parecían haber sido blancas, y en otro, azules.
La antigua boletería tenía una pequeña ventana cubierta con una serie de barrotes ya muy deteriorados. El extremo inferior de la reja dejaba un espacio por el cual el encargado podía entregar el pasaje al viajante. Sobre la pared trasera podía observarse un cartel que indicaba el precio del boleto, a 10 centavos. Sacó allí un par de fotos mientras pensaba en cuántas vidas e historias habría visto pasar aquel empleado del ferrocarril mientras el tren aún recorría aquellas vías.
Se enjugó la transpiración del rostro con el pañuelo que colgaba del bolsillo delantero de su pantalón y luego lo ató en su cabeza a modo de bandana. Empujó la puerta y esta se abrió lentamente, con un crujido quejoso.
—Al menos aquí está fresco —dijo para sí.
Mientras ingresaba, el piso de madera se hundió levemente bajo sus pies. Enfocó su Nikon hacia el fondo del salón y disparó una serie de tomas. La luz ingresaba a través de los vidrios, y el polvo que volaba producía un efecto de cortina.
Una voz la tomó por sorpresa cuando entró al hall de la estación:
—Disculpe, bella dama, espero no incomodarla. Aguarde aquí, ¿usted también espera el tren a El Remanso?
Al voltear, pudo ver un caballero peinado a la gomina y que llevaba un pequeño bigote. Vestía traje azul a rayas blancas y llevaba en sus manos un sombrero negro y una pequeña maleta de cuero color marrón. Lo primero que se le vino a la mente es que le estaba haciendo una broma, por lo cual sonrió y de forma irónica le contestó:
—Creo, señor, que ha perdido usted el tren hace mucho.
El extraño caballero tomó un reloj que llevaba colgando de una cadena de oro atada al segundo botón de su chaleco y, tras mirarlo, le contestó:
—Qué raro lo que usted me comenta, porque, según mi reloj, aún no son las 10 de la mañana, y el señor de la boletería me informó que pasaba por aquí antes de las 11.
De pronto, el lugar se tornó bullicioso; parecía que la actividad aumentaba en el andén. Mariana miró con gesto extrañado: no podía entender qué era lo estaba ocurriendo. «Seguramente estoy deshidratada o sufro los efectos de un golpe de calor: será mejor que me siente y tome algo agua», pensó mientras buscaba en el interior de su bolso la botella. Quitó la tapa y bebió casi hasta la mitad del envase. «En un rato me sentiré mejor y todo pasará», pensó. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo, era todo demasiado irreal: varias personas caminaban por el andén, todas vestidas con ropas de otra época. Un par de niños jugaban con un trompo de madera que giraba y se desvanecía por momentos.
El sonido de un tren que se acercaba podía escucharse en la distancia.
—Parece que saldremos en horario —le dijo el caballero, mientras se colocaba su sombrero—. Espero llegar a mi casa antes del atardecer: mi esposa dio a luz ayer y estoy ansioso por conocer a mi hijo.
A lo lejos, la figura de una locomotora parecía abrirse camino entre la hierba. Se veía ondulante y difusa, cubierta por una densa bruma. A medida que se acercaba, el sonido podía escucharse con más intensidad. Los pasajeros se agolparon en el andén mientras el silbato de la formación sonaba anunciando su arribo. Mariana tomó la cámara y comenzó a fotografiar la máquina de vapor, que frenaba pegada al andén. El caballero de azul la saludó antes de subir al vagón quitándose su sombrero.
—¡Todos a bordo! —se escuchó de repente.
La bruma y el humo se hicieron más intensos y el viento comenzó a soplar con más fuerza, levantando una gran nube de tierra que provocó que Mariana se tapara la cara con las manos. A los pocos segundos, todo se calmó, y, cuando volvió a mirar, todo se encontraba ya tranquilo. Estaba sola parada en el andén. No había rastro alguno del tren, pero era imposible que hubiera desaparecido. Miró su cámara y revisó las fotografías de la tarjeta de memoria, pero en

ninguna pudo encontrar la locomotora: solo se veían las vías abandonadas con un pequeño destello de luz en el centro flotando como si fuera una chispa.

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