"Armagedòn", relato corto del libro "No lo esperas venir"



"Armagedón"


La alarma del auto del vecino lo había vuelto a despertar. Era la tercera vez esa noche. Marcos giró y se tapó el oído izquierdo con la almohada.
—Maldito coche, desearía que se prendiera fuego.
La alarma variaba de tonos en un ciclo fastidioso de distintos sonidos, los cuales sonaban durante varios minutos de forma intermitente. Se levantó con furia dirigiéndose hacia la ventana, la abrió y, pegando un grito, le lanzó una cadena de insultos a su vecino de enfrente para que se levantara y desconectara la alarma. La luz del balcón vecino se encendió y, de muy mal modo, un sujeto calvo salió del interior vistiendo bóxer y una camiseta blanca. Se agachó y tomó una maceta. La lanzó e hizo blanco en la luneta trasera, con lo que la hizo estallar. El dueño del auto seguía sin aparecer.
—¡Maldito bastardo, qué sueño pesado debes tener! —dijo.
Al menos el episodio de la maceta le había dado algo de justicia. Luego de un rato, la secuencia se detuvo y sintió alivio de poder regresar a la cama. A lo lejos podía escucharse el sonido de una sirena. Un gran destello cruzó el cielo y lo iluminó de repente.
—¿Qué carajo pasa hoy? Cada día me doy cuenta de que mi ex tenía razón: lo mejor era irse a vivir al campo.
Cerró la ventana y, cuando estaba por correr las cortinas, una bola de fuego cruzó frente a sus ojos e hizo volar por el aire el auto del vecino. De pronto, todo se volvió caos. Se escuchaban gritos y las sirenas se multiplicaban. Empezó a ver que los edificios eran atacados por una lluvia de fuego que caía del cielo con furia. Solo atinó a ponerse su pantalón, que estaba sobre el borde de la cama, y se calzó a toda velocidad las zapatillas. Cuando sintió que el edificio empezaba a moverse de derecha a izquierda, tuvo que sujetarse de la pared para no terminar en el suelo. En su mente empezó a repasar las medidas de seguridad ante un
terremoto. Miró a su alrededor y no había nada que le proveyera ese triángulo de vida del que había escuchado tantas veces cuando visitaba Chile. Pero esto era distinto: no era un sismo, era algo peor. Se sentía mareado. Era como estar en un barco en medio de una gran tormenta. Tomó su celular, la campera y su mochila; no había tiempo para nada más. Se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, tomó el retrato de su hijo y giró la llave para abrirla, pero la encontró trabada.
—¡Maldita sea, no voy a morir aplastado acá!
La pateó con fuerza y su pierna atravesó la madera, por lo que tomó la silla y comenzó a golpearla hasta que logró quebrar parte del enchapado y salir. Las cosas caían al piso. Algunos vecinos corrían y bajaban por las escaleras de manera atropellada. Una señora se resbaló y cayó varios escalones abajo, mientras la horda continuaba corriendo sin detenerse para ayudarla. Marcos se acercó a ella y notó que estaba inconsciente; la cabeza le sangraba: se había llevado un gran golpe.
—¡Está muerta, déjala, hay que salir! —le dijo un hombre que se había frenado y le había tomado el pulso—. ¿Te vas a quedar ahí parado, o vas a salir?
—Sí, bajo, pero ¿está seguro de que está muerta?
—Se rompió el cráneo. Vamos, o el edificio se nos va a caer encima.
Los dos bajaron de prisa las escaleras y salieron. La ciudad ardía. Desde lejos podía apreciarse los edificios envueltos en llamas. Del cielo caían cientos de bolas de fuego, como si un gran volcán hubiera hecho erupción. Era todo muy surrealista: los automóviles chocaban entre sí y la gente corría sin saber bien hacia dónde dirigirse.
De pronto, la calle comenzó abrirse y de allí empezó a emanar un río de lava que corría quemando todo lo que encontraba a su paso.
—Hay que correr. Vamos para la costa: al menos allí no va a llegar el magma.
Los dos salieron lo más rápido que pudieron, intentando escapar del río incandescente que los perseguía por detrás. Ahora no solo debían esquivar las bolas de fuego, sino que también de la lava que se iba haciendo camino a medida que el pavimento se abría por el temblor. El móvil en su bolsillo comenzó a sonar. Al atenderlo, pudo escuchar la voz temerosa de un chico que le gritaba:
—¡PAPÁ, PAPÁ! ¡Todo se está quemando!
—Tranquilo, Tomás, todo va a estar bien. ¿Estás con mamá?
—Sí, salimos corriendo de casa porque una bola de fuego rompió el techo. El señor Martín nos ayudó a salir, ahora vamos en su camioneta, ¡pero tengo miedo! Siguen cayendo, papá, el fuego...
Luego de decir eso, la comunicación se cortó, lo que provocó que su desesperación aumentara. Intentó volver a retomarla, pero no había servicio para realizar llamadas.
—Tranquilo, seguro se cayó la antena, tu familia debe estar bien —le dijo aquel caballero, intentando calmarlo.
—¡Tengo que ir por ellos!
—Ahora debemos salir de aquí, luego podrás buscarlos.
La bocina de un camión que venía a gran velocidad por la avenida los sobresaltó. El conductor frenó a unos metros de ellos y les gritó que subieran. Ellos sin pensarlo corrieron cruzando la calle mientras el pavimento seguía abriéndose
—Muchas gracias, señor, por detenerse —le dijo Marcos al ingresar por la puerta del acompañante.
—¡Es el Armagedón! —respondió el conductor—. No creo que nos lleguemos a salvar: toda la ciudad está envuelta en fuego, no hay señal de celular ni lugar seguro donde ir.
—Nosotros pensamos llegar a la costa para escapar de la lava.
—Las olas tienen varios metros de altura: no lo lograrán...
—Entonces, ¿a dónde podemos ir? Mi familia, tengo que encontrarlos.
—No hay lugar a donde ir, por el momento. Espero que podamos continuar conduciendo hasta que todo se calme.
De pronto, advirtieron que delante de ellos una gran bola de fuego bajaba a toda velocidad e iba directamente hacia el camión. El conductor giró el volante bruscamente para evitar recibir el impacto directo. La bola se estrelló en el suelo, generando una gran onda expansiva que hizo volar el camión por el aire.
—Listo, es el fin —se dijo Marcos, cerrando los ojos para aguardar lo inevitable.
El sonido de la alarma del auto del vecino lo despertó. Estaba empapado en sudor, con la respiración agitada; se sentó de un salto en la cama y miró el reloj.
—Dios santo, qué sueño tan horrible.
Había sido por lejos la peor pesadilla que había tenido jamás. Se levantó y fue hasta la ventana. La
abrió y le gritó al dueño del auto que apagara la alarma. Acto seguido, la luz del balcón de enfrente se encendió y un señor calvo con bóxer y camiseta blanca salió muy malhumorado, tomó la maceta del piso y se la arrojó al vehículo, atinando de lleno en la luneta trasera. Marcos sintió que un frío le recorría todo el cuerpo. De pronto, el sonido de una sirena se empezó a escuchar a lo lejos. Volteó para mirar y vio que el cielo era cruzado por un gran destello que lo iluminaba de repente.

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