No lo esperas venir. Relatos cortos de ficción, fantasìa y suspenso


"El tocador antiguo"


Luego de vivir 35 años en España, con toda la añoranza y los años que se me venían encima, decidí que era hora de volver a mí país. Lo extrañaba y necesitaba algo de paz. Tras un divorcio conflictivo, y ya sin nada que me atara a la bulliciosa Madrid, era una mujer sola sin hijos. Hoy lamento no haberme dado el tiempo para tenerlos; mi carrera había acaparado todo mi tiempo. Pero entonces, al dar vuelta la página, sentía que estaba lista para hacer nuevamente las maletas. Abrí mi laptop y comencé a buscar en internet avisos de propiedades. Vi algunos muy tentadores en un pueblo de la provincia de Buenos Aires llamado El Remanso. Parecía tranquilo, con mucho verde. La vieja estación del tren y esas callecitas tranquilas rodeadas de árboles frondosos que se elevaban al cielo eran justo lo que necesitaba. Aquella casa se veía de ensueño: una casita estilo cottage ingles de dos plantas color rosa, con un precioso porche y rodeada de verde. Me contacté con el vendedor y acordé una cita para ver la propiedad en cuanto llegara al país.
Alquilé un automóvil y programé el GPS para que me guiara. Me sentía emocionada por arrancar esta nueva etapa en mi vida. Me había propuesto disfrutar mi retiro ya sin las preocupaciones de la vertiginosa vida laboral de mi trabajo como gerente de una multinacional. Llegué temprano en la mañana, ya que quería recorrer el lugar; la gente se veía amable, lo cual me dio una grata sensación. Entré a un pequeño bar justo frente a la estación del tren, mientras miraba mi reloj para no demorarme más de lo previsto. Abrí mi laptop mientras esperaba mi café y volví a mirar las fotos de aquella casa, que el vendedor me había enviado por correo. Entonces, la voz de un caballero me tomó por sorpresa:
—Bella casa. Veo que está interesada en comprar la Rosadita.
Me volví para mirar a quien me hablaba. Se trataba de un caballero elegante que estaba sentado en una mesa a mi izquierda.
—Disculpe, no quise molestarla.
—No, está bien. ¿Usted conoce la propiedad?
—Claro, ¿quién no conoce la Rosadita? Es uno de los lugares emblemáticos que tiene este pueblo. Ha estado deshabitada por largo tiempo, pero aún conserva ese encanto original. En mi tienda, justo pegada aquí al lado, tengo algunas fotografías de la casa en su estado original, así como mobiliario y pertenencias de los antiguos dueños. Si en algún momento desea pasar a mirar, la espero.
Tras decir aquello, el caballero se levantó de la mesa, tomó el periódico que estaba junto a su taza de té y se retiró del bar, despidiéndose con su sombrero antes de colocárselo sobre la cabeza. Terminé mi café y salí de allí para ir al encuentro del agente inmobiliario, que me esperaba en la puerta de la casa.
Estacioné el automóvil y bajé. Un joven con una carpeta en su mano me saludó. Sé que me dijo algo, pero no le presté mucha atención ya que mi
mirada se había ido directo hacia la casa. Fue amor a segunda vista. Si bien no se veía como en las fotos, porque estaba algo más deteriorada, tenía un encanto especial. El escalón de mármol estaba inclinado y la baranda ladeada por la raíz de un árbol que los había empezado a mover. Entramos a un pequeño hall y desde allí recorrimos toda la planta.
—La casa necesita bastante trabajo y amor, pero, como no tengo nada más que hacer, creo que puede ser un buen desafío.
El muchacho de la inmobiliaria sonrió. Sus ojos brillaban, ya que entendía que la casa estaba casi vendida. Recorrimos la planta superior y luego salimos al jardín. Todo el lugar era perfecto, por lo que quedé con él para firmar al día siguiente. Pasé por el pueblo y, antes de irme, decidí visitar la tienda de aquel señor del bar. Sentía curiosidad de ver qué encontraba.
—Buenas tardes —dije al entrar, ya que la tienda parecía estar sin gente.
Una voz me contestó desde el interior:
—Buenas Tardes, mire tranquila, ya estoy con usted.
Recorrí la tienda y me detuve frente a unos retratos en los que justo podía verse uno de la casa, una imagen blanco y negro en la que una familia estaba parada frente a la fachada, un matrimonio con una niña pequeña; pensé que seguramente sería una foto de los primeros dueños.
—Parece que encontró la fotografía.
—Sí. ¿Quiénes son ellos?
—La familia Williams. Fueron los dueños originales de la casa. Ellos la construyeron cuando el señor vino de Inglaterra a trabajar en el ferrocarril. Tengo varios muebles aquí que son originales; si desea, puedo mostrárselos.
—Desde luego, me encantaría —contesté y lo seguí al interior de la tienda.
Llegamos junto a un tocador antiguo muy bello, con tres espejos sobre él, un par de perfumeros y un cepillo de cerda ya gastada hecho en plata. Su taburete estaba tapizado en terciopelo rojo con un cordón con flecos que lo bordeaba. Quedé enamorada de inmediato, de modo que se lo compré y le pedí que lo guardara hasta que pudiera llevarlo a la casa. El caballero sonrió:
—No hay ningún apuro, el tocador no se irá de aquí con nadie más.
Cuando la casa estuvo restaurada, me mudé y llevé aquel hermoso tocador a mi dormitorio en el piso superior, justo al lado de la ventana que daba al jardín. Todo transcurría en calma hasta que una noche, a los dos o tres días de estar allí, desperté y la vi. Era una niña de no más de cinco años y estaba sentada en el taburete mientras cepillaba su cabello. Me senté en la cama de un salto. No sabía si estaba soñando o si aquello era real. La niña se volvió, me miró por unos instantes y luego se desvaneció. Ese fue el inicio de todo. Desde entonces, se volvió habitual para
mí sentirme observada. Comencé a escuchar pasos y risas de niños en el ático, a descubrir sobras que aparecían de repente en los corredores y a encontrar cosas movidas de lugar. Algo allí jugaba conmigo. No sabía si pensar que me estaba volviendo loca o que estaba sugestionándome con aquel sueño, porque quería creer que todo era producto de aquella impresión.
Cierta noche, la voz de una niña me despertó diciendo:
—Mamá, tengo miedo.
Pude escuchar aquello claramente y, al abrir mis ojos, vi a la pequeña parada a mi lado. Me observaba con sus ojos húmedos por las lágrimas, mientras sujetaba un oso de trapo. Cuando encendí la luz, ya no estaba. La cortina se movía por el viento que entraba por la ventana, que se había abierto. Me levanté para ir a cerrarla y, al mirar hacia abajo, vi que una sombra cruzaba rápidamente el jardín. Cerré las cortinas y tomé el teléfono para llamar a la policía, pero ¿qué les diría? No sabía qué hacer; solo atiné a encerrarme
en la habitación. De pronto, golpes en la puerta del dormitorio me volvieron a aterrar, y del otro lado pude escuchar la voz de la misma niña, que decía:
—Mamá, abre. ¿Por qué cierras la puerta? Tengo miedo. Abre, por favor.
El pomo giraba en distintas direcciones. Paralizada de terror, lo único que pude hacer fue gritar:
—¡Vete! ¡No soy tu madre, vete ya!
A los pocos segundos, la calma volvió, pero yo no logré volver a dormir y me quedé despierta toda la noche. De pronto, el recuerdo de esa fotografía vino a mi cabeza. En cuanto llegó la mañana, salí de la casa y me dirigí al local del anticuario. Necesitaba saber más sobre esa casa. Entré al local y el señor me recibió como si hubiese sabido que yo volvería por ahí. Fui hasta la foto, la tomé y se la mostré:
—Necesito que me hable de la gente que vivía en la casa, por favor. Parecerá loco lo que voy a
decirle, pero desde hace algunas noches esta niña se me aparece en mi cuarto.
—La familia vivió en esa casa hasta que ocurrió la tragedia.
—¿Qué tragedia?
—Fue hace muchos años, ya casi nadie habla de ello, pero en su momento fue de lo único que se hablaba en el pueblo. La señora estaba embarazada y el señor estaba trabajando en un pueblo vecino, ya que era empleado ferroviario. El parto de Ana se adelantó varias semanas. Por ese motivo, en cuanto se desencadenó el nacimiento le avisaron al señor Williams que volviera, ya que la señora estaba delicada y el bebé era prematuro. Abordó el tren en la antigua estación de El Zorzal a las 11 de la mañana, pero nunca logro arribar porque, a los pocos kilómetros, el tren sufrió un gran accidente. Al desmoronarse el antiguo puente que cruzaba el río, la locomotora cayó a las aguas y todos los pasajeros fallecieron. Esa misma noche, la esposa y el pequeño también fallecieron, de modo que la
niña quedó sola. Fue adoptada por unos tíos, que la llevaron a vivir con ellos, y la casa quedo deshabitada, pero la niña se escapaba todos los días para volver a su antiguo hogar, ya que decía que sus padres volverían por ella. Cierta tarde, como era habitual, se escapó a la casa, pero, cuando la fueron a buscar, la encontraron muerta. Aparentemente, había caído por la escalera desde el primer piso y el golpe había resultado mortal. Pobrecita, terminar así. Por lo que usted me cuenta, señora, su espíritu aún debe rondar la casa, pero no creo que sea de temer: tan solo es una pequeña asustada y sola; es posible que no busque más que un poco de compañía y consuelo.
Me quedé helada al escuchar el relato de aquel hombre. No pude evitar llorar: la historia de esa niña me había llenado de una enorme tristeza.
—¿Qué quiere usted decir?, ¿que haga como si nada e ignore lo que allí ocurre? Invertí mucho en esa casa, no voy a irme, pero ya no sé si me gusta la idea de quedarme.
—Solo le digo que tal vez usted esté en esa casa por algo. Nada es casual en esta vida, y menos en este pueblo. A veces debemos aceptar las cosas como son.
Salí del negocio con mi mente dando vueltas. No sabía si volver a la casa o abandonarla sin más. Di varias vueltas y, al caer la noche, me encontré abriendo la puerta de entrada sin pensarlo. Cuanto crucé el umbral, pude escuchar desde el primer piso una voz que decía:
—Mamá, ¿eres tú?
A lo que respondí:

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