No lo esperas venir cuento: La dama blanca






"La dama blanca"

Pertenece al libro:
"No lo esperas venir, relatos cortos de ficción, fantasía y suspenso"







Cuando levantó la mirada, estaba nuevamente ahí parada a pocos metros de él. Otra vez se le presentaba aquella mujer sumamente pálida, con un vestido tan blanco como sus largos cabellos, y con su mirada vacía, sin brillo, que lo observaba en silencio, sin ninguna expresión en el rostro, allí inmóvil, como siempre sin decir nada, en medio de la sala.
—Basta, estoy harto. ¿Quién eres? ¿Qué quieres?, dime. Si es una broma, ya está, listo, ¿ok?
Apuró el paso para llegar a ella. Esta vez no desapareció de repente, como había sucedido las veces anteriores, pero, en cuanto hubo dado algunos pasos, ella se movió, lo cual hizo que la sorpresa lo hiciera detenerse. La mujer levantó lentamente su brazo derecho y, sin mediar palabra, señaló con su mano indicando algo detrás de él. Volteó instintivamente para ver qué era. En ese momento, el reloj empezaba a dar diez campanadas. Solo pudo ver a Barnabás, que pasaba por el jardín trasero y seguía su camino sin inmutarse. Al volver a girar su cabeza, ella ya no estaba allí.
—¡Diablos! —dijo en voz alta.
—¿Todo bien, joven Octavio? —lo sorprendió la voz de la señora Elsa, que entraba en el salón con su taza de té en la mano.
Pensó en decirle: «Creo que vi un fantasma», pero seguramente, tras 36 horas seguidas de guardia, ella pensaría que era producto de tanto tiempo sin dormir. Incluso él lo empezaba a creer así. «Tal vez si duermo un poco...», pensó.
—Sí, todo bien, solo estoy cansado. Buenas noches.
Ella lo miró y tomó un sorbo de su té; luego siguió camino hacia la biblioteca mientras él subía las escaleras lo más rápido que podía para llegar a su cuarto.
La casa Marchi era uno de los pocos lugares decentes para vivir con su presupuesto. Le ofrecía una habitación individual con baño privado, además del desayuno; no tenía que preocuparse de lavar ni de cambiar sus sábanas y toallas, ya que eso también estaba dentro del precio. Hacía muy poco que Octavio había empezado a trabajar en el hospital, y, con sus recursos por el momento limitados, no podía darse el lujo de alquilar un piso, por lo que un compañero le había contado de ese lugar, al cual se había mudado apenas llegó al pueblo y comenzó con su residencia en el hospital zonal. Un médico recién recibido no tenía muchas opciones de alojamiento. Además, la señora Elsa era sumamente atenta y educada; viuda, culta y elegante. Se notaba que era de buena familia y que en su pasado había tenido dinero, ya que la casa aún tenía aspecto señorial. Tres pisos y doce habitaciones, de las cuales alquilaba siete y ocupaba las restantes junto con su hijo, un hombre de aproximadamente 55 años, delgado y desgarbado, con cabello canoso peinado hacia atrás, los ojos algo hundidos en sus órbitas y ojeras negras que completaban una mirada siniestra; un personaje reamente sombrío, siempre vestido con un pantalón gris con dos tiradores negros sobre su camisa blanca, algunas veces con botas de goma negras y otras con mocasines. Siempre que podía, Octavio lo evitaba: no era grato cruzarse con él por los corredores de las habitaciones o al entrar a la casa, y era difícil entender cómo una señora tan agradable tenía un hijo tan tenebroso.
Se acostó en la cama con la ropa puesta. Estaba realmente cansado, por lo que no tardó demasiado en quedarse profundamente dormido. En medio de la madrugada, un susurro al oído lo hizo despertar:
—Barnabás... Barnabás...
Una voz de mujer le hablaba. Abrió los ojos y se sentó instintivamente. Miró a su alrededor, pero no logró ver a nadie allí. El reloj de su mesa de noche marcaba las 4 am. Había dormido seis horas. Eso era más de lo que había logrado descansar desde que había llegado al pueblo, por lo que decidió levantarse y darse una ducha. Su ropa apestaba a desinfectante de hospital.
...
El espejo del baño estaba empañado, producto del vapor de la ducha. Pasó su mano por el cristal y lo limpió haciendo giros con ella. «Estas hecho un completo desastre, amigo», se decía a sí mismo mientras se tocaba la cara pensando si se afeitaba o no. Había adelgazado, era evidente: sus pómulos se empezaban a marcar más. Arregló como pudo su cabello castaño. No le quedaba más gel: sacó del frasco los últimos restos y lo peinó con sus manos.
—¡Debes irte antes de que sea tarde!
Otra vez la misma voz le hablaba. Giró sobre sí mismo y no pudo ver a nadie. Abrió la puerta del baño y desde la ventana del cuarto notó que Barnabás pasaba por el jardín cargando algo envuelto en una sábana manchada. «¿Qué pasa acá?», se preguntó. La curiosidad lo hizo bajar de su cuarto e ir tras él. Lo siguió hasta un depósito abandonado alejado de la casa, perdido en medio del bosque. La cantidad de vegetación lo ocultaba a la vista de cualquiera que pasara. Por fuera se notaba viejo y muy deteriorado. Las ventanas estaban tapiadas. Algunas de las maderas del techo habían comenzado a pudrirse. Tenía una puerta doble de madera que se sujetaba con una cadena con candado muy desgastada. Se acercó muy lentamente y, por entre dos maderas que estaban algo separadas, pudo mirar al interior. De las vigas del techo pendían animales colgados de las patas, los cuales habían sido completamente eviscerados. En el centro se podían ver restos quemados; al fondo, una mesa con velas en los extremos y muchas manchas de sangre ya seca, junto con cuchillos y sierras de distinto tamaño más otras herramientas. Sobre un estante se apreciaban frascos con vísceras, ojos, dedos y otras muestras que era imposible determinar a qué parte del cuerpo pertenecían. El lugar se veía aterrador. De pronto, unos pasos que se acercaban desde el bosque lo pusieron en alerta, por lo que se escondió en la parte trasera del depósito. Pudo escuchar dos voces, pero no le fue posible precisar qué decían. Buscó en el bolsillo de su pantalón pero notó que la prisa le había hecho olvidar su teléfono en la habitación.
—¡Vete! —volvió a susurrarle la voz, pero esta vez, al girar, pudo ver a la mujer de blanco allí parada—. Ellos vendrán tras de ti si no huyes.
—¿Qué está ocurriendo acá? No entiendo nada. ¿Quiénes son ellos?
La mujer se desvaneció repentinamente. Lo siguiente que sintió fue un golpe en su cabeza, tras lo cual se desplomó al instante. Allí, detrás de él y con una pala en su mano, la señora Elsa miraba cómo de su cabeza brotaba sangre. Se acercó lentamente, sonrió y pasó sus dedos sobre la herida. Se quedó así unos segundos y luego miró a Barnabás, que se acercaba, y le dijo:
—Vamos, hijo, llevémoslo dentro. Pronto amanecerá.
Lo arrastraron al interior del depósito y cerraron la puerta.

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