"El broche"
Pertenece al libro:
"No lo esperas venir, relatos cortos de ficción, fantasía y suspenso"
Marta no pudo
resistirse a comprar aquel hermoso broche de plata. Era ovalado, con una perla,
y tenía finas líneas que salían desde el centro y terminaban en los bordes con
una serie de diminutos brillantes. La forma se asemejaba a una flor vista desde
arriba.
—La felicito, es
una joya muy hermosa, hace juego con la dama que la usa —el vendedor de aquel
negocio de antigüedades le sonreía mientras ella se miraba al espejo—. ¿La
quiere llevar?
Marta estaba en la
duda: la joya le encantaba, pero también aquel libro ya amarillo y polvoriento,
fechado en 1949, que pertenecía a una primera edición y tenía una dedicatoria
escrita en tinta ya descolorida, casi ilegible.
—Sí, es realmente
bello, pero me gustaría llevarme el libro también, y no sé si tendré suficiente
dinero para ambos.
Su mirada se
debatía entre ambos objetos. Levantó sus ojos y, con tono de súplica, le
preguntó al vendedor:
—¿Usted qué me
dice?, ¿llevo el broche o el libro?
El caballero tomó
el libro y se lo depositó en la mano diciendo:
—Digo que lleve
los dos: ambos objetos están destinados a
estar unidos, sería una pena separarlos, ¿no cree? Las almas gemelas deben
estar juntas. Vamos, seguramente podremos llegar a un buen acuerdo por
ambos objetos.
Marta sintió una
sensación de alivio y felicidad, y acompañó al vendedor hacia la caja mientras
un disco de pasta giraba en la vieja fonola y la música llenaba el aire.
Salió de aquella
tienda con una extraña sensación; no sabía bien qué era. Subió a su viejo
Escarabajo verde y puso rumbo al campo. Estaba ansiosa por leer el libro que
acababa de comprar. Las tardes de apenas comenzado el verano le resultaban por
demás atractivas; la brisa que pasaba entre los árboles colmaba el aire de
perfume a jazmín. Bajó del auto la manta que siempre llevaba en el asiento del
acompañante y, tomando el libro, salió y se dirigió hacia un gran árbol.
Extendió la manta escocesa sobre el pasto y se sentó tranquila a disfrutar de
la tarde y la lectura. Cuando ya había leído algo más de diez páginas, la tomó
por sorpresa el sonido del obturador de una cámara de fotos. Levantó la mirada
y, aunque algo encandilada por el sol, pudo ver de frente la figura de un
caballero que bajaba una cámara de fotos que llevaba al cuello mientras, sin
quitar el cigarrillo que pendía de la comisura de su boca, se disculpaba:
—Disculpe, no se
asuste. Soy fotógrafo y no pude resistirme a fotografiarla. La luz del sol cae
de forma tan bella sobre usted que, por más que traté de resistirme, y le juro
que lo intenté, no pude.
Mientras le
hablaba, se ponía en cuclillas y le extendía su mano para presentarse:
—Mi nombre es
Alberto.
—Mucho gusto,
Alberto, soy Marta. —respondió ella a su saludo sonriendo—. Tantas cosas lindas
para fotografiar y justo decide tomarme a mí,
tan desarreglada. Por lo menos me hubiera avisado y me peinaba.
—Eso le hubiera
quitado toda la magia a la escena, ¿no le parece? Lo maravilloso de la
fotografía es la espontaneidad: ahí es donde se logran las tomas más hermosas,
cuando se logra captar ese momento que sería imposible de reproducir si se lo
prepara.
—Si usted que es
el experto lo dice, debe ser así.
Se quedaron debajo
de ese árbol hablando por horas. Los sorprendió la noche, que empezaba a caer,
y con ella el repentino cambio de la temperatura acompaña el inicio de una
tormenta.
—Bueno, creo que
será mejor que me vaya, porque no quiero que me sorprenda la lluvia aquí, en
medio de la nada.
Ambos se
levantaron. Marta tomó la manta del suelo y la sacudió. Luego se despidió de
Alberto:
—Ha sido muy grata
la charla; espero que me muestre la foto.
—No lo dude: hoy
mismo proceso el rollo, mañana se la puedo traer, si usted lo desea.
Marta, con la
manta en sus brazos, dio un par de pasos hacia atrás y le respondió sonriendo
mientras tomaba sus cabellos, que una ráfaga de viento había hecho volar y que
Alberto, con un rápido movimiento de su cámara, había vuelto a fotografiar.
—Bueno, pero las
dos. Y no me saque más, porque, si no, le enviaré a mi agente para que me abone
los honorarios.
—Ok, ok. Mañana
nos vemos aquí.
Alberto se quedó
debajo del árbol, mirando cómo ella se alejaba de allí, pero, como el clima
empezaba a desmejorar, tomó su saco, que estaba en el suelo, se lo puso y
comenzó a caminar en dirección a la ruta. Cuando llegó allí, intentó prender un
cigarrillo y notó que algo brillaba en el suelo. Al acercarse, vio el broche de
Marta.
—Bueno, parece que
la cenicienta ha perdido su broche.
Tomándolo del
suelo, sonrió, tras lo cual se dirigió a la otra acera para entrar en su casa,
una bella casona con un gran jardín al frente.
Marta llegó a su
casa justo antes de que la tormenta arreciara con mayor fuerza. Colocó el libro
en su mesa de luz y fue a la cocina a servirse un café. Cuando levantó la
mirada para ver la luz de un rayo que cruzaba por el cielo, notó, al verse en
el reflejo, que no tenía el broche.
—¡No, el broche!
Seguramente se me cayó al levantar la manta del suelo. Bueno, mañana tendré que
ir a buscarlo, y de paso Alberto me llevará mis fotos. Personaje extraño si los
hay... creo que uno de los pocos fotógrafos que quedan que aún utilizan rollo
en su cámara: muy vintage.
Sonrió mientras el
sonido de la pava silbadora le anunciaba que el agua ya estaba caliente.
***
A la tarde
siguiente, se arregló el cabello y se puso algo de maquillaje. Quería estar
preparada por si Alberto la fotografiaba de sorpresa: al menos la encontraría
más arreglada esta vez. Llegó y estacionó su auto frente a una vieja casa que
parecía estar en proceso de mudanza, pues fuera había un camión al cual estaban
cargando cosas. Cruzó la calle y caminó por el sendero que llevaba al mismo
árbol que la tarde anterior. Buscó, pero no logró encontrar el broche allí.
Algo resignada, tendió la manta y se sentó a esperar. Como notó que Alberto se
demoraba, retomó la lectura de su libro.
***
Cuando ya el sol
empezaba a caer, se convenció de que no vendría nadie, por lo que se levantó y
comenzó a caminar hacia el auto. La gente de la mudanza se había retirado; todo
se veía solitario. Advirtió que, sobre el pilar de la puerta, había quedado una
caja. Se acercó a la casa y golpeó sus manos, pero notó que estaba vacía, tomó
la caja y la levantó para llevarla al auto. Al día siguiente volvería y, si
encontraba a alguien, la entregaría. Pero entonces la caja se desfondó y de su
interior cayó una gran cantidad de fotografías antiguas. Se agachó y, tras
armar nuevamente la caja, comenzó a poner las fotos dentro. Había muchas fotos
de paisajes de todo el mundo, y algunas, que le llamaron la atención, eran de
allí, de aquel campo. Descubrió varias tomas de la zona. Al levantar otra de
las fotos que estaban tiradas en el suelo, una ráfaga de viento la sorprendió y
provocó que la imagen se diera vuelta. Cuando la vio, se quedó paralizada: era
ella la que estaba en la imagen, que se veía ya vieja y descolorida. Marta no
entendía qué estaba ocurriendo. «¿Será que estoy
soñando?», pensó. En el dorso, «1949» era el año
escrito con una tinta ya apenas visible. Intentó levantarse, pero el brillo de
algo que asomaba entre las fotos le llamó aún más la atención. Corrió las
fotografías para ver qué era y, para su enorme sorpresa, descubrió que era el
broche. Sin poder evitar el impulso, se lo volvió a colocar en su sweater.
Justo en ese instante, alguien la llamó desde la puerta de la casa:
—¡Marta! Justo
estaba por ir hasta el árbol a llevarte las fotos.
Alberto se acercó
y le entregó un sobre. Al tomarlo y abrirlo, encontró en su interior las
fotografías. Estaba sorprendida, no sabía qué hacer. Miró el suelo y no había
nada.
—Espera, falta
algo: permíteme las fotografías.
Sacó una lapicera
fuente del bolsillo de su camisa y en una de ellas escribió «1949».
—Ahora sí, listo, son tuyas.
Le sonrió al entregarle de nuevo el sobre, mientras en la cabeza de
Marta resonaban las palabras del vendedor de la tienda: «Ambos
objetos están destinados a estar unidos, sería una pena separarlos, ¿no cree?
Las almas gemelas deben estar juntas».
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