"Caminante nocturno"
Pertenece al libro:
"No lo esperas venir, relatos cortos de ficción, fantasía y suspenso"
"No lo esperas venir, relatos cortos de ficción, fantasía y suspenso"
Era común ver a aquel personaje pasar todas las noches
por el viejo callejón sombrío, en silencio y sin mirar a quienes cruzaba
fortuitamente, vestido de negro y con la capucha cubriéndole la cara. Se
trataba de todo un misterio para Ana, la camarera del viejo café que se
encontraba doblando la esquina. Con el correr de los años, se habían tejido
tras de él cientos de relatos sombríos y siniestros. Ya era toda una leyenda
urbana, que variaba según quién contaba la historia. En estas podía ser
considerado desde un alma en pena hasta un asesino silencioso que esperaba
cruzarse con su próxima víctima. Ana, en realidad, no creía en ninguno de
aquellos locos relatos. «Posiblemente sea solo un hombre que pasa por aquí después de volver
del trabajo», le decía al anciano
que cenaba un plato de pasta en la barra mientras ella no lograba apartar la
mirada del reloj, puesto que pronto serían las 23, hora en la que siempre lo
veía cruzar puntualmente. El anciano dejó escapar una risa nerviosa y levantó
la mirada del plato para hablarle:
—Yo lo conozco muy bien, y puedo asegurarte que no
querrás cruzártelo...
Bebió un sorbo de café y se limpió la boca con una
servilleta de papel, tras lo cual agregó:
—¿Quieres que te cuente?
Ana repasó la barra con el trapo que traía en su mano,
quitando las migas de pan que habían quedado luego de levantar el plato en el
que un cliente había comido un sándwich. Seguramente estaba por escuchar otra
loca historia, pero, como la noche venía lenta y ya no quedaban más clientes
para atender, salvo aquel viejo solitario que sin duda deseaba demorar la
llegada a su casa, se dispuso a escucharlo.
—¿Dónde fue que lo conoció? ¿Y por qué debería temerle?
Tantas cosas han dicho de él que ya nada me sorprende.
—Fue hace muchos años. Justo al final de esta calle, una
noche lluviosa de invierno, bajé de mi auto. Llegaba tarde del trabajo una vez
más. Aún no me había jubilado a mi puesto de médico en la sala de urgencias;
había hecho dos turnos seguidos luego de mi guardia de 24 horas. El vecindario
se había vuelto más violento: las bandas y la droga corrían por las calles como
ríos de muerte. Cada turno me tocaba atender a varios chicos con heridas de
bala o arma blanca, jóvenes. Muchos no pasaban los 13 años. Era una lucha
constante contra la muerte; trataba de salvarlos, aunque sabía que muchos
volverían otra vez, si era que tenían suerte, porque la mayoría terminaba en la
morgue.
El anciano tragó saliva y bebió otro sorbo de café antes
de continuar su relato. Se lo notaba nervioso. Volteó para mirar hacia la
calle. Miró su reloj: casi eran las 22.50 hs.
—No queda mucho tiempo, será mejor que te siga contando:
en un rato me vendrá a buscar.
Ana no comprendía a que se refería el hombre: tal vez un
auto pasaría a buscarlo en un rato.
—Si tiene apuro puede contarme otro día, no se preocupe.
—Ese es el punto, muchacha: no habrá otro día. Deja que
te termine de contar la historia y vas a comprender. Bajé rápidamente del auto
para venir a comer algo caliente. No solo estaba cansado, sino que también
estaba hambriento: no había probado bocado en varias horas. Cuando crucé la
calle y estaba por entrar, el caminante nocturno pasó detrás de mí. Fue como si
un viento gélido me atravesara. En ese momento pensé que era producto de mi
ropa mojada en esa noche fría. No logré empujar la puerta porque una ráfaga de
disparos, que provenía del callejón, me sobresaltó e hizo que me tirara al
suelo, cubriendo con mis manos la cabeza. Lo siguiente que escuché fue el
pedido de ayuda de aquel joven que yacía tirado en el pavimento. A pesar de
estar terriblemente asustado, no pude evitar responder a su pedido de auxilio.
Me levanté y fui hacia él, y vi entonces que era un chico de 12 años. Su rostro
me pareció familiar. Cuando le rompí la remera para examinarlo, lo reconocí: hacía
un par de meses había entrado en urgencias con una puntada en el abdomen. Lo
habíamos podido salvar de milagro, y ahora estaba ahí, abatido por un disparo.
A juzgar por la cantidad de sangre que salía de la herida, no correría con la
misma suerte esta vez. La bala había atravesado el hígado. Le hice presión con
las manos para intentar contener la hemorragia mientras gritaba que alguien
llamara al 911. De pronto, vi unos zapatos negros que se acercaban lentamente
hacia nosotros. Levanté la cabeza para ver quién era, y ahí estaba él. Lo vi
frente a frente. Le miré las manos, ya que pensé que había sido él quien había
disparado, pero no traía nada. En ese momento sentí alivio: al menos no me
dispararía a mí también.
»—Déjalo, ya nada puedes hacer por él, es hora de que me
lo lleve. Hace dos meses te vi luchar para salvarle la vida, por eso decidí
darle otra oportunidad. Pero, como ves, no la aprovechó, así que ahora es mi
turno: debo llevarlo.
»El hombre se agachó y me miró directamente a la cara. Ahí
me percaté de que bajo la capucha de su campera no había rostro alguno. Puso su
mano sobre el pecho del muchacho y, antes de desaparecer, me dijo:
»—Hoy debería llevarte a ti también, pero he decidido no
hacerlo: creo que vale la pena dejarte un rato más aquí. En diez años, un día
como hoy, a esta misma hora te voy a estar esperando cruzando el café.
»Tras decir eso, se esfumó. En ese momento me di cuenta de
que yo también estaba sangrando: una de las balas me había herido, pero la
carga de adrenalina en mi organismo por intentar salvar a aquel joven no había
permitido que me diera cuenta. Entonces me desplomé, mientras podía escuchar
las sirenas que se acercaban».
Ana estaba sorprendida por la historia que aquel hombre
le acababa de contar: aquella era sin duda la mejor de todas las que había
escuchado en ese bar. El hombre tomó el último sorbo de café, buscó su
billetera, extrajo un billete de cien dólares, miró su reloj y se despidió de
ella sin querer recibir el vuelto.
—Guarda el cambio, gracias por la compañía: es hora de
irme.
Mientras Ana levantaba el plato y tomaba el billete, pudo
ver cómo el caballero se dirigía a la puerta y la abría para salir de allí y
cruzar la calle, donde, justo en la esquina de enfrente, estaba parado el
caminante nocturno, esperando.
Comentarios
Publicar un comentario